Los informes presidenciales en los que se reflexiona y analiza sobre lo ocurrido en el año que pasó suelen ser actos (y documentos) esperados por la población, sin importar el país de que se trate.
El momento es propicio para debatir diversos puntos de vista y “chequear” la labor del Gobierno al contrastar propuestas electorales con actividades y resultados habidos durante ese período.
En países con democracias consolidadas, es el Presidente (del país o del Gobierno) quien suele acudir al Congreso o Parlamento y, durante un acto formal, dar cuenta de su actuación. En algunos lugares ese informe puede ser contestado por la oposición o cuestionado por los parlamentarios, siguiendo procesos reglados de debate formal.
En el caso nacional, la Constitución indica que el Presidente deberá presentar informe escrito al Congreso, alejándose del postulado inicialmente planteado y del acto protocolario que ello conlleva y que no es banal. Antes bien, consolida la división de poderes al obligar al Ejecutivo (a su Presidente) a comparecer ante el Legislativo, como órgano fiscalizador. Por tanto, el hecho de que en la Constitución figure únicamente la obligación de remitir por escrito informe de la situación del país y de lo acontecido en el año anterior, parecería, a estas alturas, un punto importante de discusión nacional.
Cumpliendo el marco legal, el Presidente decidió, a pesar de que sus antecesores fueron a presentarlo al Legislativo en otros años, no acudir en esta ocasión y enviarlo por escrito tal cual la suprema norma contempla. Se sustentó en la posibilidad de que la oposición –o un grupo de manifestantes– bloqueara su comparecencia o promovieran actos poco correctos en un momento tan importante, lo que tampoco justifica la inasistencia porque hay medios para evitar el ingreso en el Congreso de personas armadas o que porten objetos no deseados y el comportamiento de la oposición, en un país democrático, puede estar sujeto a críticas y evaluaciones por la ciudadanía. Es decir, nada justifica el que no fuese, a pesar, como se reconoce, de que la ley permitía actuar y como finalmente lo hizo.
Si eso fuese lo único que hubiese sucedido, posiblemente el debate se quedaría en la reflexión ya hecha sobre la necesidad o conveniencia –en una moderna democracia– de comparecer ante el Legislativo. Sin embargo, el Presidente optó por presentar el informe (u otra versión del mismo) en una zona capitalina y promover un mitin político, más que un acto formal.
Ciertamente hay que construirlas y darle la preeminencia que tienen para generar eso que se ha venido a denominar “institucionalidad”. Si aquellas se sustituyen por el populismo, la exaltación, el nacionalismo o el discurso ya manido del “poder del pueblo”, se termina desprestigiando el principio esencial de la República (democracia), reduciéndolo a que la democracia es “lo que decide la mayoría”, falaz argumento que deja a un lado el respeto a los derechos de la persona, puesto que pueden ser ignorados por esa mayoría, tradicionalmente manipulada. Por tanto es preciso reflexionar sobre si estas cuestiones del entorno de la transparencia, la “accountability” y la rendición de cuentas, deben tomar otra forma en la que se fomente y consolide la división de poderes, el sistema de pesos y contrapesos y otras cuestiones de fondo, pero también de forma, que tienden a consolidar instituciones y presentar las cosas de una manera más acorde con esa democracia moderna a la que aspiramos.
No hacerlo, a pesar de cumplir con la ley, puede promover una percepción de autoritarismo, superioridad, falta de transparencia y temor a la crítica y eso no es bueno para progresar, especialmente en un país dividido, donde a diario se cuestiona si realmente estamos en una democracia efectiva o real ¡Lección aprendida!, que seguramente servirá para mejorar los procedimientos y modificar las normas que no siempre son buenas, oportunas ni ajustadas a los tiempos que corren.