He leído no pocas veces que Winston Churchill decía que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. Si la frase la pronunció él alguna vez o es de tantas aquellas que la mitología política la atribuye al político inglés no lo sé, pero lo cierto es que es una frase muy comentada. En nuestro país también nos hemos dedicado a ponerle a la democracia los adjetivos más curiosos: “Vivimos en una Plutocracia”, dicen algunos, asignando los males a los grupos económicos. Otros argumentan que “estamos frente a una Oclocracia”, que es la degeneración de la democracia en un sistema de pocos que controlan los resortes del poder. Y he escuchado a unos terceros decir que “la democracia es la tiranía de las mayorías”, las cuales, carentes de conocimiento y hasta de interés en la cosa pública, imponen su voluntad en elecciones periódicas a una minoría ilustrada pero con poco peso numérico.
Todo este ejercicio de etiquetas me luce muy sospechoso. Pareciera ser que siempre vemos al vecino cuando nos toca asignar responsabilidades y culpas. Pareciera ser, al final, que tenemos el peligroso consenso de que la democracia no es el gobierno de la mayoría sino el gobierno de una minoría permanentemente culpada por una mayoría ausente, amargada o conformista. Sin embargo, tanta queja debería obligarnos a hacer primero una reflexión y luego un llamado a la acción. ¿Hacia qué y hacia dónde deberíamos aspirar como sociedad, tratando que este sistema que llamamos democracia sea cada vez menos, el menos malo de los sistemas y se convierta realmente en el mejor de ellos? Por las dinámicas sociales en las que se encuentra el país, tengo la impresión que estamos a las puertas de un proceso de cambio generacional, que debiera permitirnos reformular el perfil de quienes hacen vida pública. En cada ámbito social debiéramos sustituir los antivalores del astuto, del más vociferante, del que consigue cosas no importando cómo, del que usa el prejuicio como escudo y reemplazarlos por el reconocimiento social a aquellos valores asociados con los mejores formados, con los que propician consensos, con los que son escrupulosos con su patrimonio y con el de los demás; con los que cumplen con su palabra, con los que hacen lo que dicen y dicen lo que hacen, con los que tienen convicciones y no solo principios, con los que respetan pero también corrigen. A quienes encarnan estos valores, las sociedades los llaman sus élites.
Debemos rescatar el valor de nuestras élites sociales. Hoy en la terminología de lo políticamente correcto se ha desterrado de nuestro lenguaje la palabra élite. Pero yo propongo retomar el término. Llamemos a las élites por su nombre: Los más talentosos, los más virtuosos, los mejor preparados.
Una sociedad que pone por delante a sus mejores mujeres y hombres comienza a hacer de la democracia no un ejercicio de suma cero, donde al ganador por derecho de mayoría le toca el turno, sino a hacer de esa democracia un elaborado tejido social en los que se teje a partir del bien común. Las élites sociales acercan a los grupos humanos; las dirigen mejor; las hacen descubrir el valor de la verdad detrás del discurso; les proporcionan buenos ejemplos y les generan expectativas constructivas; las educan y las preparan para el futuro; las comprometen con lo cotidiano, poniendo la vista en lo que está por venir. No es cierto que las élites se identifiquen con posición económica o social alguna. Las élites nacen y surgen en cualquier grupo humano pero es preciso cultivarlas, reconocerlas y ponerlas en primera fila.
Si el año 2012 nos llama a cambiar, que sea éste nuestro primer propósito. Solo así el ejercicio democrático tendrá un mejor significado y que la democracia y la República caminen por caminos convergentes. Solo así podremos escapar del dilema churchilliano y asegurar que los asuntos de la comunidad estén en manos de nuestros mejores ciudadanos y no necesariamente en las de los menos malos.