Si queremos que nuestra situación cambie debemos empezar desde adentro y no esperar que venga de alguien más.
POR SIGFRIDO LEE
El crimen organizado, en todas sus manifestaciones –pero principalmente en lo que respecta al narcotráfico y al tráfico de armas– por el monto, representa actualmente la mayor y más visible amenaza para Guatemala. Parte del problema radica en la debilidad (o permisividad) del propio sistema político y de justicia del país, lo que ha generado un mercado clandestino que hace posible la promoción y potenciación del trasiego ilegal de todo tipo de armas y municiones, personas y mercadería en general.
Según el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, las estructuras de los cárteles imitan a las de los negocios legítimos, con directores ejecutivos, programas de expansión, actividades de reclutamiento y alianzas estratégicas. Asimismo, cuando el producto son las drogas ilegales, los cárteles compiten unos con otros en sangrientas luchas territoriales, dado que la droga se clasifica como una de las mercancías más rentables del mundo, incluso más que el petróleo. Tanto es así, que la Oficina de Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (ONUDD) calcula que alrededor de 250 millones de personas las consumen y se presume que las ventas a nivel mundial generan hasta US$320 mil millones anuales, sin tomar en cuenta que, para financiar sus operaciones, los cárteles, muchas veces, se involucran en extorsiones, tráfico de armas y trata de personas.
Es más, en una reciente reunión organizada por la Secretaría de Integración Centroamericana (SICA), el consenso generalizado era que el crimen organizado es un problema regional. Sin embargo, la lógica de las conclusiones merece un análisis más detallado.
Primero, el problema del crimen organizado en la región, particularmente del narcotráfico, es muy real. Existen varias vulnerabilidades que justifican esto, algunas externas y otras internas. Respecto a las primeras, sobresale la desafortunada situación geográfica de la región: precisamente es el paso entre los países productores (principalmente Sudamérica) y los consumidores (Estados Unidos sobresale).
Empero, hay una serie de debilidades internas que deben ser abordadas apropiadamente: el país tiene instituciones débiles para hacer frente a estas amenazas, no dispone de suficientes recursos (humanos y materiales) y plagadas de corrupción. Esto ha facilitado el ingreso del crimen organizado. En la medida en que la presión contra el narcotráfico de países como México y Colombia ha incrementado, igualmente su presencia se ha sentido más en la región, buscando las rutas de “menor resistencia”.
Por otro lado, se ha supuesto que, para combatir al narcotráfico en la región, la prioridad es conseguir más recursos fiscales. Definitivamente, dedicarle más recursos al combate de la criminalidad en general, es más que necesario. Sin embargo, las organizaciones encargadas de la seguridad adolecen de graves debilidades en su gestión: sistemas de adquisiciones, planificación y de recursos humanos claramente ineficientes, descoordinados y faltos de transparencia. Como consecuencia, se han convertido en verdaderos barriles sin fondo; se les puede meter todo el dinero del mundo y se va a gastar, pero tampoco quiere decir que la delincuencia va a disminuir.
Mientras el crimen organizado esté presente en nuestro país y la región, la violencia difícilmente se reducirá. Sin embargo, el mayor problema está en el riesgo de que este flagelo se malinterprete como un fenómeno que viene exclusivamente de afuera y que, como países, no tenemos ninguna culpa y que nos lo está provocando alguien más. Tampoco se trata de restarles responsabilidad a otros, especialmente a los consumidores estadounidenses. Sin embargo, no podemos negar que cargamos con parte de la culpa, dadas nuestras incapacidades institucionales. Si queremos que nuestra situación cambie debemos empezar desde adentro y no esperar que venga de alguien más.
Mientras el crimen organizado esté presente en nuestro país y la región, la violencia difícilmente se reducirá.