Todavía existen grupos que creen que con agregar más “beneficios” se favorece a la clase trabajadora y no se da cuenta que sólo se le agregan costos a la creación de nuevos trabajos y destruyen los existentes.
POR SIGFRIDO LEE
En una encuesta reciente de Latinobarómetro, se identifica el desempleo como el segundo problema que más preocupa a los latinoamericanos. Casi una quinta parte de la población en la región sufre ante este fenómeno. Aunque ha bajado de importancia respecto de los últimos quince años, no es tanto porque el problema se haya solucionado, más bien es que hay otros problemas más apremiantes. Esto representa un gran reto ya que las personas no sienten que las reformas económicas de las últimas décadas se hayan traducido en beneficios para ellos.
En Guatemala, en particular, la característica generalizada del empleo es la precariedad. Más del 75 por ciento de los trabajos está en la informalidad, sin ninguno de los “beneficios” alguna vez prometidos por la legislación laboral: aguinaldo y bono 14, vacaciones, seguridad social, capacitación, salario mínimo, indemnización, etcétera. Pero este desdichado presente para aquellos que están en la informalidad no es lo peor; el futuro tampoco es halagador. Aquellas empresas que se encuentran en la informalidad tienen menos probabilidad de progresar, e incluso de sobrevivir en el mediano plazo, ante los altos costos de financiar su capitalización. En pocas palabras, están condenadas a ser más de lo mismo a lo largo del tiempo.
Lo lamentable es que seguimos viendo el empleo como lo mirábamos hace más de medio siglo. Durante todo este tiempo Guatemala ha evolucionado: superó la guerra fría, nos abrimos al resto del mundo y ahora ambicionamos competir dentro del esquema de la globalización. Esto exige que seamos creativos y flexibles pero, sobre todo, competitivos.
Por su lado, la legislación laboral no tiene nada que ver con la competitividad, sino todo lo contrario. Para empezar, no reconoce la igualdad de las partes ante la ley; supone que la empresa es esta inmensa entidad anónima, creada únicamente para explotar a los trabajadores. Esto, sin darse cuenta que, hoy, más del 85 por ciento de los empresarios son micros y pequeños y, prácticamente el resto, sólo llega a mediano. A penas existen empresas grandes en nuestro país. El empresario es otro empleado, la empresa es sólo la otra cara de la misma moneda: es una persona que, por falta de oportunidades, prefirió abrir su propia empresa e, incluso, si se lo ofrecieran, preferiría regresar al mercado laboral como asalariado. Esa dicotomía ideológica de empleador contra empleado simplemente desapareció por razones prácticas.
También es cierto que sólo con reformar la legislación no se van a arreglar todos los problemas del mercado laboral. Este fenómeno es más complejo. Para empezar, otra característica de nuestra mano de obra es el muy bajo nivel educativo. Además, iniciar una empresa en Guatemala todavía representa un gran riesgo por lo impredecible de las políticas públicas, sin tomar en cuenta lo deteriorado que está la seguridad pública. Empero, mientras la institucionalidad laboral no se modernice, cualquier propuesta de competitividad siempre estará coja de una pata y, simplemente, no seremos competitivos.
Sin embargo, existe un gran temor a reformar la legislación. Este miedo surge porque al abrir a reformas el código laboral, más que solucionar los problemas que tiene, se introduzcan más rigideces. Todavía existen grupos que creen que con agregar más “beneficios” se favorece a la clase trabajadora y no se da cuenta que sólo se le agregan costos a la creación de nuevos trabajos y destruyen los existentes. El temor es legítimo, pero hay que superarlo; el 75 por ciento de los trabajadores guatemaltecos no puede seguir siendo empleado de segunda categoría.
Más del 75 por ciento de los trabajos está en la informalidad.