La Constitución debe de contener las normas necesarias y suficientes para una convivencia armónica y poner límites claros y contundentes al funcionario público, cualquiera que sea su cargo y condición.
Soy de los que creen que la Constitución topó, en demasiados asuntos, hace tiempo y, consecuentemente, requiere una adecuada modificación. El problema es ponerse de acuerdo qué hay que reformar y, lo más importante, cómo hacerlo. Tiempo atrás surgió un primer proyecto: Pro Reforma, que no requería de una Asamblea Constituyente para aplicar las modificaciones que proponía lo que solucionaba el asunto de evitar tener que convocar a grupos, que en demasiadas ocasiones no son representativos, para que pudieran participar en la discusión.
Sin embargo, Pro Reforma no tuvo la aceptación política que respaldó con más de setenta mil firmas y fue ignorada por el Congreso de la República. Eran tiempos en los que se pretendía robar el Estado por parte de algunos pícaros delincuentes que militaban en ciertos partidos.
Ahora se discute la necesidad, nuevamente, de emprender un cambio constitucional. Las opiniones y posturas son diversas, como en toda sociedad plural. Sin embargo los pícaros –que también los hay en sociedades diversas– están al acecho para ver cómo cuelan sus propuestas que no son representativas. Grupos políticos con escasa representación (UNE, LIDER o GANA, por ejemplo) que desean, igualmente, incluir sus propuestas destinadas más a desestabilizar lo poco que hay de institucionalidad, que a generar un auténtico proyecto que incluya las aspiraciones ciudadanas. Por tanto, el ciudadano se encuentra en una encrucijada entre la necesidad de modificar aspectos constitucionales (y otros legales no necesariamente constitucionales) y no promover cambios que impliquen la conformación de una Asamblea
Constituyente que incluya todas las externalidades negativas que promoverán decenas de grupos de presión ¿Qué hacer en ese caso? Pareciera que la respuesta fue la misma que Pro Reforma dio en su momento: La modificación de aspectos sustanciales para la diaria vida ciudadana sin tener que tocar aspectos “pétreos” que únicamente pueden modificarse por medio de la mencionada Asamblea. Cuestiones –constitucionales y legales– como el número de diputados, el nombramiento de jueces y magistrados en lo referente a condiciones, tiempo, elección, etcétera, la recisión del mandato presidencial y vicepresidencial, la anulación del antejuicio para diputados, entre otros, deben de ser modificados so pena de seguir promoviendo un sistema ineficiente, corrupto y clientelar. La suficiente experiencia práctica desde 1985 indica que se debe acometer el cambio de algunas cuestiones que son, en definitiva, básicas para la diaria convivencia, pero también para la aplicación de la justicia y la trasparencia de la gestión pública.
No es permisible –y de ahí la prudencia frente al riesgo– convocar a personas que terminarán por promover un documento posiblemente peor (o menos bueno) que el ya existente puesto que la situación socio-política del momento no parece la más adecuada para acometer un reto racional que como país seguimos teniendo en deuda. No es factible que sigamos con una Constitución donde los privilegios se agrupan en función del colectivo que en su momento tuvo un destacado protagonismo –Ejército incluido–. Si se le entra al análisis del tema desde esta perspectiva “técnica”, seguramente se alcanzará el logro perseguido; si por el contrario, se pretende –aprovechando el momento– imponer o incluir cuestiones personales, ideológicas o de interés particular, terminaremos creando una mamarrachada, donde los derechos individuales serán pisoteados por esa masa orteguiana que no ha entendido que la República es la palabra que más veces aparece en la Constitución y que la democracia, ni siquiera figura en ella ¿Le sorprende?, búsquelo pues.