De la serie de promesas que el mandatario hizo en ese discurso, atrae más la atención el tema de cómo gestionar el bienestar popular para un país hundido en una crisis, según sus palabras.
Algunas críticas públicas levantó el discurso del Presidente Otto Pérez, pronunciado durante su investidura. Entre las que más destacan están las de Edgar Gutiérrez y Héctor Rosada, sin duda dos intelectuales de gran peso, pero lo que recojo del reclamo está más relacionado entre otras cosas con aspectos de forma, pues muchos esperaban una pieza de oratoria propia de un político tradicional o un filósofo.
Al margen de que se trata de opiniones personales de los comentaristas, varios temas quedaron fuera de su análisis; digo esto porque al final del camino, debemos hacernos las preguntas claves que siempre nos hacemos cuando comienza un período de gobierno: ¿Cuáles fueron los puntos relevantes de exposición del nuevo Presidente? Y luego, ¿cuánto de las promesas del discurso se pueden convertir en realidad?
Tres temas abordados por el Presidente son importantes, el primero se sintetiza cuando dice: “Espero que mi generación sea la última de la guerra y la primera de la paz, para luego proponer el verdadero perdón entre todos nosotros”. El otro muy relevante y revelador es la valentía y dignidad mostrada al señalar a cierta comunidad internacional que impide ese proceso de verdadera reconciliación porque insiste en financiar a ONG’s que viven del conflicto y la leyenda popular, alejados de la verdad y anclados en el resentimiento. El tercer tema es el llamado que hizo a la cooperación y aceptación de la corresponsabilidad en las fuentes que originan el crimen transnacional del narcotráfico.
Hay varios detalles de relevancia que llaman la atención: el Presidente se esforzó por marcar una diferencia con su antecesor, planteando con firmeza una serie de principios –como la solidaridad con los desposeídos, el rechazo a la corrupción y la necesidad de transformar la gestión pública hacia la institucionalidad y alejarla del clientelismo– y adicionalmente, habló del cambio que su Gobierno espera imprimir a la gestión del Estado –comenzando con la reforma fiscal que ya apoyó en el Congreso–.
Su clara visión del turismo y las inversiones internacionales, es algo que no se debe soslayar, pues fue muy claro en su decisión de generar plena certeza en los ámbitos jurídicos y de seguridad para que estos dos ejes puedan crecer de forma sostenida.
De la serie de promesas que el mandatario hizo, atrae más la atención el tema de cómo gestionar el bienestar popular para un país hundido en una crisis, según sus palabras. Planteó una ruta política interesante y dibujó así el contraste con el Gobierno que ese día entregó el poder.
¿Realizable? El Presidente se cuidó de hacer promesas específicas y demagógicas que dependan de factores ajenos a su gestión. A diferencia de la época de campaña, propuso metas como las relativas a la seguridad, educación, salud y economía.
Como receta política, valioso resulta el ejercicio de reflexión que provoca el discurso. Convoca el positivismo y señala en el horizonte del cuatrienio un tanto difusamente y en el cual caben las expectativas de muchos sectores. Pero en especial, planteó un escenario sobre el que sí tiene pleno control: Establecer un compromiso del liderazgo nacional en el proceso de reconstrucción de la institucionalidad.
La factibilidad que puedan tener las promesas descansa en su capacidad de convocar a un esfuerzo social sostenido. Del entusiasmo con que se aborden los desafíos dependerá el grado de respaldo que tenga para enfrentar los inevitables reveses que le acechan tanto a él como a sus colaboradores. Nuevo Gobierno, nuevas metas, nuevo estilo… pero por encima de esto, viejas necesidades, viejas decepciones y una larga historia de recetas fracasadas.
El cambio de gobernante y de estilo de gestión genera una expectativa positiva. No tengo la menor duda.