Entre la incompetencia del Gobierno saliente y las catástrofes naturales, la infraestructura se encuentra en situación calamitosa; los servicios sociales, educación y salud, llevados al colapso.
Guatemala se ha convertido en un país de constantes crisis. No se ha terminado de resolver una y ya estamos preocupados por la siguiente. Es más, en retrospectiva, queda la sensación de que muchas crisis nunca se resolvieron como consecuencia de simplemente haber bajado de prioridad por el surgimiento de una nueva.
Esta parece ser la historia de las últimas elecciones, donde sucedió de todo: candidatos que a última hora estaban peleando su espacio en la papeleta a pesar de todo tipo de prohibiciones; un Tribunal Supremo Electoral atrapado entre sus propias crisis internas y su incapacidad de hacer cumplir la ley; y, otras tantas desventuras. Sin embargo, el mundo seguía moviéndose.
Al momento de escribir este artículo todavía no ha se ha llevado a cabo la segunda vuelta electoral, pero pronto habrá un nuevo Presidente. Los ánimos están caldeados, las apuestas son altas y hay mucho que perder. Todos están ocupados en ganar y muy pocos están preocupados en gobernar. La historia se repite. Para los que hemos visto más de una elección no hay nada nuevo bajo el sol.
El problema de todo esto es que también los ciudadanos nos hemos enganchado con el proceso electoral. La crisis de la semana reduce a su mínima expresión a la de la semana anterior y, peor aún, entre las dos, no queda tiempo para preocuparse de la que vendrá.
El nuevo Gobierno tendrá grandes retos que enfrentar desde el primer día. Sobre la economía global se ciernen nubarrones pero, desde adentro, la situación tampoco es alentadora. Entre la incompetencia del Gobierno saliente y las catástrofes naturales, la infraestructura se encuentra en situación calamitosa; los servicios sociales, educación y salud, llevados al colapso con la ayuda de sus mismos “dirigentes sindicales”, mientras que las finanzas públicas, para decirlo sutilmente, con la “tarjeta topada”.
No es la primera vez que un nuevo Gobierno arranca con estas condiciones. Sin embargo, hay algunas lecciones aprendidas, entre las que sobresale la importancia de no llegar a improvisar. Se necesita un equipo decidido, una hoja de ruta clara y, sobretodo, liderazgo. Los primeros seis meses son para saber sobre qué se está parado; los problemas no se resolverán en 180 días. Pocas cosas sucederán, tal vez ordenar la casa en aquellos lugares donde el desorden es peor. Lo importante será alinear las expectativas entre lo que realmente hay y los esfuerzos necesarios para lograr un cambio significativo en las políticas públicas.
Segundo, al final del primer año deben quedar las bases para trabajar. Muy importante en esta etapa será la relación con el Organismo Legislativo. En la medida en que el Congreso apoye, se podrán lograr reformas contundentes. Por otro lado, si tenemos más de lo mismo, lo que veremos con reformas tímidas y funcionarios públicos jugando a políticos, en vez de dedicarse a trabajar. Para, finalmente, llegar al último año y enfrascarnos nuevamente en el juego electoral.
El propósito de decir todo esto no es bajar las expectativas de lo que deberíamos exigirle a un nuevo Gobierno. Es mostrar que la situación es difícil y que va a necesitar el apoyo de muchos sectores, para que no tengamos otro Gobierno fracasado. No importa quién quede, puede ser supermán, pero no llegará a nada si como sociedad no unimos fuerzas y juntos sacamos adelante a nuestro país. Debemos superar la coyuntura y trabajar en el largo plazo.