El populismo es el reflejo colorido del capricho de un absolutista con disfraz de político que pretende, a cualquier precio, llegar al poder.
El arte de halagar a quienes deben votar no es nada nuevo. Lamentablemente, el paso de una sociedad racional a otra emotiva (tal y como Giovanni Sartori analiza), facilita que florezcan estos individuos que, con demasiada frecuencia, vemos en el panorama político latinoamericano. El “maestro” Chávez –golpista que debería estar en prisión– es sin lugar a dudas el más notorio, no sólo por el tiempo de permanencia en el poder, sino por su capacidad de comunicar mentiras creíbles, promesas irrealizables y otras propuestas similares. De esa tétrica escuela, surgieron Evo Morales y Rafael Correa, aunque en una dimensión menor que el “maestro”. Posteriormente, siempre siguiendo aquel esperpento, Zelaya en Honduras, con su intento de involución, y el violador Ortega que desde Nicaragua amenaza con quedarse en el poder por medio de estratagemas aprendidas de aquellos. No son, sin embargo, los únicos. Otros países de esos que se considera más avanzados y occidentalizados, como Argentina o Perú, también tienen sus propios títeres como la señora Fernández de Kirchner o Humala, quien iba a declarar la guerra a Chile o aniquilar a todos los homosexuales de su país, según manifestaciones electorales de pasadas campañas. Una pléyade de perturbados que son seguidos por otra no menos importantes de analfabetos políticos o amigos del absolutismo que desean tomar el poder para llenar su vacía alma ideologizada de un contenido que vieron perder tras la caída del muro de Berlín.
En todo caso, los que perfeccionan el sistema –los demagogos modernos– vienen con otros vientos aún peores que los de sus predecesores. Prometen, sin parar, no importa qué cosa. Aquí vimos como Manuel Baldizón ofrecía llevar a la selección a un mundial, entre otras extravagancias. Lo peor de todo esto es el grupo de aborregados ciudadanos que creen a quienes así actúan, los apoyan o impulsan a que sigan prometiendo cosas que, racionalmente, son imposibles de cumplir.
No se trata, y esto es lo más importante, de una ideología o de una alternativa política. El populismo es el reflejo colorido del capricho de un absolutista con disfraz de político que pretende, a cualquier precio, llegar al poder. Adapta su discurso y sus promesas, sin ningún escrúpulo ni vergüenza, al momento, a la oportunidad, a las circunstancias y a lo que los votantes desean oír.
Es preciso enfrentar a esa lacra del siglo XXI, aunque no es nueva ni específica de nuestro tiempo. El ciudadano debe tomarse la molestia de estudiar las propuestas, analizarlas, valorarlas y emitir su propio juicio, más que dejarse llevar por cantos de sirena. Lo que a fin de cuentas ocurre es un acto de corrupción política, de esos que criticamos constantemente, donde el elegible termina comprando al elector quien vota por aquel devolviéndole el favor que le hizo, en ocasiones no mayor de una camiseta, una lámina para el tejado de su casa o una miserable gorra. En este momento electoral que vive el país –entre el sida y el cáncer al parecer de algunos– o entre dos opciones que gustan o no, no importa el punto porque hay algo más grave: disponemos de una opción, la de LIDER, que se ha consolidado gracias a promesas, ofertas y alianzas que no pueden más que circunscribirse en ese populismo que está afectando gravemente a América Latina. No es deseable contar con un proyecto que no tiene pies ni cabeza y que es irrealizable por la cantidad de compromisos. Los impuestos subirán, las leyes se transformarán, los recursos escasearán y el dictadorzuelo se encaramará a su rama para observar como se destruye el país. Usted tiene el arma contra-populista: el voto. Vote por quien desee pero luego no alegue ignorancia que le exima de la responsabilidad de heredar a sus hijos un futuro distintos. Ahí tiene el reto y el desafío, pero también la obligación ¿Qué piensa hacer?
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