En Guatemala probablemente tenemos muchas leyes, algunas incluso muy buenas que defienden derechos fundamentales de las personas. Sin embargo, existe mucha desconfianza sobre su aplicación.
Por Sigfrido Lee
Hace quince años, F. Fukuyama escribió y publicó “Trust”, ”La Confianza”. En este libro hacía referencia a las instituciones que permiten que exista confianza entre los individuos y, en la medida que las mismas son exitosas, igualmente esas sociedades prosperan. Aunque la importancia de las instituciones como factor fundamental del crecimiento económico no era nada nuevo, el enfoque de este autor, tratando de rescatar la “confianza” entre las personas como factor fundamental en el proceso de desarrollo de las naciones, es considerada como una contribución significativa a explicar cuáles son las instituciones relevantes.
En su momento, Fukuyama se enfocó mucho en aquellas instituciones que les permiten a las personas hacer negocios: no sólo es que los contratos se cumplan, sino que creamos que se van a cumplir de manera fácil y barata y que, cuando haya conflictos, los mismos también se resuelvan de manera fácil. Para Guatemala de hoy, probablemente, lo más importante de todo esto es referente a la expectativa de si se cumple o no los contratos. Obvio es que dicha expectativa no se funda en el vacío, más bien depende de realidades concretas.
Explico un poco más: en Guatemala probablemente tenemos muchas leyes, algunas incluso muy buenas que defienden derechos fundamentales de las personas. Sin embargo, existe mucha desconfianza sobre su aplicación, tanto en el cómo se aplican o si se van a aplicar del todo. Incluso, a pesar de que los guatemaltecos hemos superado un proceso democrático para su aprobación, grupos importantes, no por su tamaño sino por el ruido que hacen, las cuestionan y buscan mecanismos alternativos para evitar su cumplimiento: manifestaciones públicas, bloqueo de carreteras e, incluso, sabotaje y mentiras.
Es cierto, las instituciones deben estar sujetas a evolucionar y mejorar. Pero, cuando estos grupos son los primeros en exigir el retroceso y cuestionan el mismo rol del Estado, lo que generan es desconfianza. El caso viene cuando exigen la nacionalización de empresas porque no les gusta la tarifa que cobran o, para satisfacer sus agendas personales, engañan para perjudicar empresas particulares. La peor parte viene de la misma debilidad institucional que, en vez de reclamarles por su irresponsabilidad, les abre nuevos espacios y los invita a “negociar”.
El problema está en que, Dios no quiera, una empresa se convierte en blanco de estos “pseudo movimientos sociales”, ya que el Estado, en vez de defenderla, apadrina los caprichos de estos individuos. El temor de invertir ya es grande por sí sólo; no existe tal cosa de negocio seguro. Pero, si la institucionalidad de un país es incapaz de garantizar los derechos de propiedad de las personas y el disfrute de los mismos, nadie se arriesgará a invertir, no habrá empleos y seguiremos en la pobreza. En términos muy simples, no hay confianza.