Parece haberse puesto de moda la ampulosidad, el despilfarro, el derroche, la ausencia de prudencia, pero al mismo tiempo la escasez de criterio y de sentido común.
Salvo honrosas excepciones, que solo confirman la regla, la inmensa mayoría de los Estados del mundo han aumentado, en los últimos años, significativamente su tamaño, funciones, responsabilidades y presupuesto.
La política, siempre interesada en utilizar una creciente cantidad de fondos, se ha ocupado de generar la necesidad, convenciendo a muchos de la importancia de un Estado fuerte, pero fundamentalmente que concentre poder y dinero para luego repartir bienestar entre los ciudadanos.
A esta altura de los acontecimientos, se sabe que todo es un gran timo. Que en realidad solo se trata del interés corporativo de la política en administrar cuantiosos recursos para construir poder y someter desde allí, a quienes no se avienen a ajustarse a su cuestionable moral y sus retorcidas normas.
Juan Bautista Alberdi decía que “las sociedades que esperan su felicidad de la mano de sus Gobiernos, esperan una cosa contraria a su naturaleza”, sin embargo aún hoy, demasiados creen con convicción que su tarea individual consiste en pedir a otros lo que no consiguen por sí mismos.
A riesgo de ser reiterativos, habrá que recordar que los Gobiernos se financian con impuestos, endeudamiento o emisión monetaria. El Estado siempre precisa recursos, mucho más aún si gasta tanto y sólo los consigue cuando se los quita previamente a los que lo producen o bien hipoteca el futuro de las próximas generaciones.
Resulta al menos contradictorio seguir recorriendo este círculo vicioso de discursos que reclaman más Estado, pidiendo más recursos para financiarlo para que pueda tener más funciones y aumentar las remuneraciones a sus agentes, pero al mismo tiempo esa sociedad que se queja de la insoportable inflación, de la voracidad impositiva y del sistemático endeudamiento.
El absurdo se abre paso a diario. Gobiernos corruptos, políticos insaciables y sociedades que reclaman cuestiones inconsistentes que entran en conflicto minuto a minuto.
A Thomas Jefferson se le atribuye aquella frase que decía “estoy a favor de un Gobierno que sea vigorosamente frugal y sencillo”. Hace cierto tiempo se entendía mejor todo. Sin un Gobierno austero y capaz de comprender que cuando gasta lo hace a expensas de haberle quitado antes a los que trabajan para conseguirlo, es muy difícil avanzar con criterio.
El que gasta lo que no le ha costado esfuerzo obtener, nunca valorará la dimensión de lo que administra. Es la sociedad, la que primero debe comprender la naturaleza de las cosas, para luego establecer las reglas que está dispuesta a jugar. Son los ciudadanos los que deben fijar límites, definir qué toleran y que no.
No es admisible que quien dilapida los recursos de la gente, gastando en sí mismo como no usaría su propio dinero, lo haga con tanto desparpajo, con la impunidad de quien no recibirá reproche alguno. Los Gobiernos dilapidan cada vez más y muestran su poder de ese modo.
Es cierto que a los Gobiernos les falta sobriedad. No está en su esencia. Los que lo administran son solo “aves de paso”, aunque es bueno decir que conforman una corporación política que solo rota de tanto en tanto con alguna irregular frecuencia en la labor de regentear la cosa pública.
Del otro lado, la sociedad toda, la suma de individuos parece resignada o probablemente solo distraída o algo dormida. Lo concreto es que no reacciona y sigue alimentando las decisiones que llevan a transitar una historia de nunca acabar, que se reinventa para continuar hasta el infinito.
Este disparate solo cambiará cuando los ciudadanos sean capaces de salir de este letargo y abandonar las ideas que sustentan y dan soporte a este dislate que crece sin encontrar frenos. Mientras tanto, en nuestros países se sigue asistiendo sin resistencia alguna a este patético déficit de sobriedad y sensatez.