Los recientes sucesos acaecidos en Totonicapán no son producto de la casualidad ni de la improvisación.
A pesar de haberse analizado de forma independiente en ciertos medios, hay toda una estrategia concurrente en lo que ocurrió ese día que no escapa al encadenamiento de lo que se ha venido viendo en el país desde que asumiera este Gobierno. La marcha desde Las Verapaces, los sucesos de Barillas, las ocupaciones de fincas y de terrenos y los distintos cortes de carreteras que tuvieron que ser analizados por la CC –entre cerca de medio centenar más– evidencian una estrategia al respecto que, ignorarla, desvela el interés en ella o la aquiescencia con la misma.
Este país está repleto de vividores del conflicto. Suerte de gentuza perfectamente detectada, pero frecuentemente ignorada, que hace y deshace a su antojo y capricho, sobre una precisa y concreta base ideológica. Existen “gracias” a la financiación internacional de movimientos separatistas (vasco y catalán) a ciertas subvenciones de organizaciones (y de Gobiernos) provenientes de Noruega, Suecia y Países Bajos, fundamentalmente, y a la permisividad de las autoridades nacionales que tienen miedo a asumir su responsabilidad y a delatarlos, aunque tienen perfecto conocimiento de ellos.
Desde una perspectiva política en la que el miedo hace mella, la cobardía paraliza y ciertos pactos lúgubres esclavizan, la falta de actuación gubernamental es un permanente dardo contra aquel principio de que la inacción es incompatible con el ejercicio del poder y de la responsabilidad (agrego yo), sin darse cuenta que la defensa de los derechos es la punta del honesto ejercicio político para el que fueron votados.
Del lado judicial ya se ha visto como se operan las causas y aquellos que secuestran, torturan y amenazan con linchar, se les acusa de lesiones, como si de una pelea callejera se tratase. Por el contrario, quienes disparan su arma –quizá sin justificación (o descargo suficiente), algo pendiente de investigar todavía– se les atribuye “ejecución extrajudicial”, sin más preámbulos.
El mensaje que la justicia envía a ambos colectivos es muy claro. Al primer grupo, el de los manifestantes-bochincheros-agitadores, no importa lo que hagan, siempre les aplicaremos, si es necesario, el listón bajo del código penal. Por el contrario, al otro colectivo: PNC–Ejército, no lo es menos: Ustedes cargarán con toda la responsabilidad y, además, les endiñaremos el delito más penado. Un importante investigador, el profesor Carrasco Jiménez, después de analizar cientos de definiciones de terrorismo se “queda” con una que estima “digna de ser seguida y perfeccionada” y que fue construida por el Grupo de Estudios de Política Criminal1. Dice así: “…, el acto terrorista constituye una negación de los derechos fundamentales a través de la utilización de la violencia como medio de terror por parte de estructuras organizadas con fines políticos”.
Aquí el problema es que se ha confundido autoridad con autoritarismo y el miedo a caer en el segundo impide ejercer la primera, primordial, por otra parte, función de Gobierno. Nadie solucionará nuestros problemas porque nosotros mismos permitimos y consentimos –además de dar alas– para que el modelo criminal se reproduzca al no cortar de raíz a los terroristas que fomentan todo esto desde el discurso, el financiamiento o la acción. O nos dejamos de pajas o sucumbiremos en un territorio donde impere la ley del más fuerte. De momento ya habitamos uno donde impera la ley del más mediático y atrevido y donde la excusa de la “cultura” se utiliza para evadir el derecho natural. Lean y mediten sobre la teoria de las ventanas rotas, un experimento que llevó a cabo un psicólogo de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, en 1969.
“El problema es que se ha confundido autoridad con autoritarismo y el miedo a caer en el segundo impide ejercer la primera”.