Es preciso cambiar o reacomodar el discurso e impedir que el colectivo magisterial, en todos los países del mundo, continúe siendo un elemento de presión política más que un grupo de profesionales dedicados a su trabajo.
Todos los Gobiernos, en algún momento, sea durante la campaña electoral o durante la administración, abordan con mayor o menor profusión el tema educativo. También es frecuente escuchar discursos de expertos o manifestaciones diversas en torno a la necesidad de mejorar la educación como punto de partida para alcanzar un mejor grado de desarrollo.
Efectivamente la educación es la base para sustentar el desarrollo de la persona y, por extensión, el de la sociedad. Un individuo sin educación no puede acceder a determinados puestos ni mejorar sus ingresos o promover su desarrollo personal. Pero no tiene porqué ser exclusiva y ni siquiera predominantemente estatal o pública. No estoy en contra de que el estado pueda, si lo desea, promover la educación pública, en tanto en cuanto respete la privada y compita con ella en igualdad de condiciones. El sistema educativo de un país se basa en la capacidad del profesorado; el resto es acompañamiento. Mejor si se cuentan con instalaciones adecuadas y con tecnología apropiada. Sin embargo, los grandes maestros de la Grecia clásica no tenían nada de eso y no por ello dejaron de enseñar y promover a excelentes discípulos.
Guatemala carece justamente de ese factor humano capacitado. En la mayoría de países desarrollados, el magisterio es una carrera media (tres años de universidad) o una licenciatura, además de que cada profesional debe contar con cursos específicos en función de la especialidad que desee enseñar y el grado al que aspire impartirle clases. En muchos lugares del mundo, una parte sustancial de maestros son doctores en educación, en enseñanza, en pedagogía o en disciplinas similares. A partir de ahí, de ese elemento humano capacitado, se puede comenzar a construir un sistema educativo eficaz. El Estado puede ayudar con becas pero debe dejar al ciudadano en libertad para que pueda emplearlas, no importa la escuela o universidad que elija. No debe ser una imposición política. Tampoco comparto la idea de que el universitario que se gradúe exitosamente en una universidad pública no devuelva el dinero que entre todos le prestamos (a través de una beca del Estado) para que tuviese la oportunidad de promoverse.
Muy probablemente ninguno de esos expertos en educación y planificadores de la misma han leído o conocen como se gestó el artículo 26 de la Declaración de los Derechos Humanos que contempla el derecho a la educación gratuita. Si profundizaran en la elaboración del mismo entre 1947 y 1948, podrían observar que en aquel entonces y hasta el quinto borrador que conoció la comisión que se nombró, el derecho a la educación era algo que debería en exclusividad ser promovido por el Estado y donde los padres no tenían nada que ver. El socialismo en la educación sería un hecho y las libertades se habrían visto afectadas a tal grado que la persona no tendría la oportunidad de hacer nada por su formación y correspondiente desarrollo posterior. Cuba es el ejemplo perfecto de cuanto estoy tratando de decir.
Por consiguiente, es preciso cambiar o reacomodar el discurso e impedir que el colectivo magisterial, en todos los países del mundo, continúe siendo un elemento de presión política más que un grupo de profesionales dedicados a su trabajo. Si la educación fuese privada ya hubiesen desaparecido todos esos colectivos de maestros que frecuentemente –en demasía– ocupan las calles o se dedican a ejercer presión al poder público con el fin, como siempre ocurre, de contar con más recursos económicos para ellos, pero con la ausencia, como también siempre ocurre, de solicitud de mayor capacitación y mejorar su rendimiento. La ausencia de responsabilidad en materia de educación de muchos padres, hace el resto de todo este novelón que es precios reescribir.