La política fiscal de los últimos años ha llegado a un punto insostenible; el crecimiento de la deuda ha sido abrumador. Sin embargo, debemos estar claros que la discusión de un aumento de impuestos es inaceptable si no se habla de manera paralela de mejoras en la eficiencia de los recursos públicos.
Por Sigfrido Lee
Las noticias del último año sobre los problemas económicos en Estados Unidos y Europa fueron más que abundantes. La más reciente, el caso de Irlanda que tuvo que recurrir a un proceso de salvataje para poder hacer frente a su deuda soberana y evitar una crisis más grave. Todo esto unido a un estricto programa de reajustes fiscales, especialmente por el lado de reducir el gasto público. Lo interesante, a diferencia de crisis similares en otros países europeos (como Grecia o España), es que muchos irlandeses salieron a las calles a reclamar, no que no les quitaran sus “beneficios”, sino que por qué los políticos no habían hecho esto antes.
En general, uno puede ver en Europa y Estados Unidos un fuerte movimiento por reducir el gasto público. Del otro lado del Atlántico, países como Alemania o Inglaterra, que no necesariamente tienen la misma urgencia de reducir sus gastos como otros vecinos, saben que si no lo hacen, hasta la misma Unión Europea puede fracasar. Por su lado, en Estados Unidos incluso ha surgido un movimiento popular enfocado, principalmente, en reducir al gobierno federal (Tea Party). Este movimiento ha cobrado tanta fuerza que recientemente comprometió el dominio del Partido Demócrata en el Congreso de dicho país y le dio un importante impulso al Republicano. La agenda es simple: reducir el gasto público.
Sin embargo, cuando volteamos a ver nuestra propia experiencia, en Guatemala llevamos 15 años en la otra dirección. Desde la firma de los Acuerdos de Paz, en 1996, los distintos Gobiernos se han afanado en aumentar el gasto público y, al mismo tiempo, la recaudación de impuestos. Durante todos estos años el Estado ha aumentado aproximadamente 50 por ciento su gasto. Esto es extraordinario, al considerar la historia fiscal de los últimos cincuenta años.
Ahora bien, si el resto del mundo industrializado ha llegado a un punto donde reconocen la necesidad de contraer el aparato público, ¿por qué nosotros insistimos en hacerlo crecer?
“Si el resto del mundo industrializado ha llegado a un punto donde reconocen la necesidad de contraer el aparato público, ¿por qué nosotros insistimos en hacerlo crecer?”.
Sin embargo, este no es el problema. Es decir, no se trata de que mientras unos países reducen su Gobierno, esté mal hacer crecer el de uno.
Más bien, hemos estado cometiendo el mismo error que ellos, sólo que desde la dirección contraria. Mientras los países desarrollados se han embarcado en reducir el Estado por reducirlo, nosotros lo hemos aumentado por aumentarlo sin tomar en cuenta lo más importante: ¿Realmente los Gobiernos son capaces de responder a las necesidades de sus ciudadanos?
Esto nos lleva a una serie de consideraciones sobre la calidad del gasto público: ¿es pertinente o se desperdicia en actividades innecesarias? ¿Es eficiente o se gasta más de lo necesario? ¿El gasto es transparente o no tenemos idea en qué se gasta? ¿Los recursos llegan a donde deben o alguien más se lo “queda” en el camino?
En 2011 las campañas electorales siempre nos llevan a muchas ofertas políticas. Aunque pocos son lo suficientemente valientes para hablar de impuestos, este tema será inevitable. La política fiscal de los últimos años ha llegado a un punto insostenible; el crecimiento de la deuda ha sido abrumador. Sin embargo, debemos estar claros que la discusión de un aumento de impuestos es inaceptable si no se habla de manera paralela de mejoras en la pertinencia, eficiencia y transparencia del uso de los recursos públicos. De otra manera, el “monstruo” seguirá creciendo de manera incontrolada.